Por: Mario Coca Morante

Tanto la agricultura tradicional como la extensiva no alcanzarían sus actuales niveles de producción si se dejarían de utilizar los agroquímicos. A estas alturas del crecimiento poblacional y del desarrollo tecnológico, los agroquímicos han terminado ocupando un sitial imprescindible en el sostenimiento de la rentabilidad de la agricultura. En las zonas altoandinas, los tubérculos como la papa y los granos como la quinua; en los valles interandinos, las hortalizas  como la cebolla y ajo, cereales como el maíz, trigo, etc. y frutales como el duraznero y manzano, y en las regiones de producción extensiva como la soya y trigo, no pueden prescindir del uso de fungicidas, insecticidas, herbicidas y una serie de otros insumos (nutrientes, hormonas, etc.) o aditamentos (aminoácidos), al punto de que, esta agricultura está convertida en una especie de “químico dependiente”. No tendría mucho caso desglosar esta relación, cultivo por cultivo, porque, en promedio se da en unos más que en otros, desde el “uso” hasta el “abuso”. En este marco de relación, el productor ha construido su economía familiar aparentemente sostenible y excepcionalmente exitosa, así como ha generado en su entorno social –asociaciones, mercados, etc.- y económico, también una imagen de sostenibilidad, pero, coyuntural y deleznable.

La relación de los agroquímicos con la agricultura tienen una historia antiquísima. Pero, es con la modernización, que se convierte en una tecnología casi indisoluble al conjunto de las otras tecnologías que continuamente emergen, ahora como productos de la biotecnología, tales como las semillas, fertilizantes, etc., que en conjunto hacen que los productores se sientan condicionados a su uso por la recompensa de una alta productividad. Es decir, hay una especie de imposición de un modelo de dependencia tecnológica, pero, no podría utilizarse una de ellas sin la otra, porque el resultado no será el mismo. Por ejemplo, el uso de semillas híbridas no alcanzaría el resultado esperado sino se aplican el resto de los ingredientes del “paquete” como los pesticidas –fungicidas, etc.-, fertilización, hormonas, correctores de pH, etc., y todo esto, “casado” a un tipo y calidad de equipos para su aplicación. En resumen, todo un “paquete” con el nombre de agroquímicos que se utilizan para alcanzar la productividad actual de tubérculos, hortalizas, cereales, frutales, etc.  O, dicho de otro modo, una agricultura, atrapada, en un modelo o sistema de tecnologías que actúan entrelazadas.

Para que estas tecnologías se vean como “imprescindibles” en la agricultura, se debe a que en la práctica los productores ven traducidos su inversión y esfuerzo en mayor productividad y retorno económico. Por ello, puede considerarse que este tipo de tecnologías en el “corto plazo” demuestran un impacto exitoso. Pero, en el mediano y largo plazo, los productores también se encuentran conscientes de que se convierten en promotores de un deterioro sistemático de la calidad del medio ambiente en general.

Por otra parte, el éxito de corto plazo de estas tecnologías también radica en que los recursos suelo y agua vienen de procesos de un continuo “agotamiento”, porque la agricultura en las alturas y los valles interandinos no es solo de los últimos decenios, sino que viene desde mucho más antes al uso de las tecnologías modernas. AsImismo, las políticas de Estado, para fomentar la producción de alimentos, mejorar las condiciones de vida de los productores y la economía nacional, también son un factor de presión al uso intensivo de los suelos, uso indiscriminado del agua, de las semillas, etc., con consecuencias que generaron las condiciones “ideales” para una completa aceptación para el uso de este tipo de tecnologías. Ante este panorama de agricultura dependiente, pensar en desarmar el esquema quitando lo agroquímico, simplemente, será como pretender quitar la productividad y la economía de vida. Por ello, no sería tan simple, sino, complejo. Y el camino, quizás debería ir por cambiar el esquema o paradigma. Un nuevo esquema que contenga “alternativas tecnológicas” capaces de sostener la productividad y que tenga la capacidad de un Estado que, a través de sus instituciones, pueda generar alternativas tecnológicas. Pero, el Estado, desde que tuvo su única experiencia con el IBTA repite el modelo, y, en esencia, nunca propuso una nueva visión a pesar de los discursos sobre la madre tierra, la seguridad y soberanía alimentaria, etc. Entre tanto, las tecnologías de la relación agricultura-agroquímicos continuaran vigentes sosteniendo la productividad y la economía, pero, profundizando la crisis del desastre ecológico y el deterioro de los recursos suelo-agua.